viernes, 19 de septiembre de 2008

La Vida y la Muerte

Hace unos días murió, de forma casi repentina, un socio mío. No era una persona con la que tuviese muy estrecha relación, pero sí que en los últimos tiempos nos veíamos al menos una vez cada diez días para tratar de asuntos relacionados con nuestro negocio. Nunca salimos a cenar juntos, y ni siquiera conocía a su mujer.

Era una persona de unos 50 años, sin conocidas dolencias, y con el único vicio visible del tabaco. Parecía llevar una vida ordenada, familiar. En los últimos tiempos, afrontaba las dificultades de la compañía, provinientes fundamentalmente del área que en la que el participaba, sin descomponerse en ningún momento, buscando soluciones, con ánimo de conciliar. La última vez que tengo conciencia de haberle visto fue en un almuerzo que organicé con distintos consejeros de nuestras participadas para compartir buenas prácticas, en los últimos días de julio.

Veraneaba en su apartamento de Santander, durante el mes de agosto. Aparentemente fue un verano normal. Sólo a su regreso a Madrid, un pequeño dolor en el costado le hizo visitar las urgencias de Sanitas. Pensaba que le había cogido frío. Era un viernes, y la placa que le hicieron avisaba de una mancha en el hígado que le obligó a quedarse internado para hacerse más pruebas. Hablé con él unos días después -creo que el jueves-, y me comentó que seguían haciéndole pruebas, y que lo que más le molestaba era perderse el cumpleaños de su nieta (ni siquiera sabía que tuviese hijos...). La conversación fue jovial (ya me habían dicho que podría ser una tontería o una cosa muy grave). Las pruebas se las darían la semana siguiente, y esperaba que incluso le diesen el alta el fin de semana.

El martes a primera hora un sms me informaba de su muerte. Diez días después de ir en bermudas a Sanitas por un dolor sin más importancia en el costado, cuatro días después de haber hablado con él. Todo se precipitó, por lo visto, el lunes por la tarde. En pocas horas. No sé si espiritualmente estaba preparado, no sé si tenía esas preocupaciones. Lo que seguro que no estaba preparado era para morir. ¿Lo estamos alguno?

Parece evidente que, cuando nos creemos sanos, es fácil pensar que sí que estamos preparados para la muerte. La vemos lejana. No va con nosotros. Seguimos haciendo planes para el futuro, y dejamos muchas de nuestras responsabilidades, de nuestras obligaciones, en un término mediato. Parece que no vamos a morir nunca, y que siempre tendremos tiempo para atenderlas, cuando superemos esta situación urgente que hemos fabricado. Y sin embargo, la muerte está ahí. Nadie sabemos dónde, cuándo, cómo. 

Discuto con algunos amigos acerca de la mejor forma en la que te encuentre la muerte. Parece que el caso de mi amigo podría ser envidiable, si no para su familia y entorno, sí al menos para él. 52 años de vida plena, una semana en el hospital, no encontrándote mal, y una tarde sedado antes de morir. Me argumentan que se ha perdido muchas cosas, que era joven, que ahora podía empezar a plantearse la vida con más tranquilidad, gracias al patrimonio que había acumulado después de muchos años de trabajo. En seguida me viene a la cabeza el Evangelio en el que Jesús nos recuerda la futilidad de acumular en el almacén o granero riquezas. Hay que estar preparado, porque nunca sabemos cuándo seremos llamados. A pesar de que en el mismo nos habla de la libertad del pájaro, no creo que sea incompatible el ahorrar para ese momento en el que dejemos de producir, para atender nuestras necesidades y las de nuestra familia, con el hecho de estar preparado para morir. Y el estar preparado creo que consiste en tener la conciencia tranquila acerca de la utilización de los talentos que nos ha dado Dios. En el día a día debemos ser capaces de utilizarlos correctamente, verlos crecer, crecer con ellos. De esta manera, cuando seamos llamados, y no tengamos ya, por tanto, tiempo para continuar abonándolos, podamos decir, Señor, me entregaste tanto y te lo devuelvo con creces. Mi vida ha sido plena, y en el tiempo que he tenido he sido capaz de disfrutar y hacer disfrutar de ella. Por supuesto que me quedaban cosas por hacer, momentos que disfrutar, situaciones que afrontar. Pero no eran de mi tiempo. De las que lo eran, he sido capaz de aprovecharlas al máximo.

Ojalá en ese último instante seamos capaces de presentarnos de esta manera.